Si Dios quiere algo de mí, me lo diría. No mandaría a alguien más para que lo hiciera, como si un ser infinito pudiera estar corto de tiempo. Y ciertamente no mandaría a humanos falibles y pecadores a enviar un sinnúmero de mensajes contradictorios y confusos. Dios enviaría el mensaje él mismo, directamente, a todos y cada uno de nosotros, y con tanta claridad como pueda lograr el ser más brillante en el universo. Todos lo escucharíamos y gritaríamos “¡Eureka!”. Tan obvio y bien demostrado sería su mensaje que cada uno de nosotros lo escucharía en los términos exactos que pudiéramos entender. Y todos estaríamos de acuerdo sobre qué era ese mensaje. Incluso si lo rechazáramos, todos por lo menos admitiríamos “Sí, eso fue lo que me dijo ese tal Dios”.
Las excusas no sirven de nada. El cristiano propone que un ser supremo todopoderoso existe y desea que corrijamos las cosas y por ende no desea que empeoremos las cosas aún más. Esta es un hipótesis comprensible, que predice que no debería haber más confusión sobre cuál religión o doctrina es verdadera de la que existe sobre los fundamentos de la medicina, ingeniería, física, química, e incluso la meteorología. Debería ser indiscutiblemente claro qué es lo que Dios desea que hagamos y qué no desea que hagamos. Cualquier discusión que pueda surgir sobre el tema se podría resolver tan fácil y decisivamente como cualquier discusión entre dos doctores, químicos o ingenieros a la hora de tratar a un paciente, identificar un compuesto químico o diseñar un puente. Pero esto no es lo que observamos. En vez de eso, observamos justamente lo contrario: desacuerdos sin solución y confusión. Esta es claramente una predicción fallida. Una predicción fallida significa una teoría falsa. Por lo tanto, el cristianismo es falso.
(Traducción parcial del ensayo “Por qué no soy cristiano”, Why I Am Not a Christian, de Richard Carrier).
Comentarios