Todos tenemos uno. Debemos aprender a vivir con él, alimentarle con gusanos de vez en cuando. Ignorarle bajo nuestro propio riesgo. Negarlo jamás.
Si las películas tuvieran un Dios, ese Dios sería El Babadook, una historia que mezcla emociones en una narrativa increíblemente difícil de contar, un verdadero tour de force; una mezcla de géneros en un caleidoscopio: una fantasía heroica y una historia de horror espectral; un cuento de niños con una moraleja para adultos; un descenso en las profundidades más oscuras de la psique humana, ese sótano obscuro de la mente donde nadie quiere bajar.
La paranoia y la esquizofrenia son las peores cosas que le pueden suceder a la mente humana. Nos aterra incluso entretener la idea por hora y media, suspender nuestra incredulidad por un momento y dejarlo entrar. Pero para quienes lo sufren, negarlo simplemente no es una opción, ignorarlo sólo lo hace más fuerte. Y aunque algunos tengamos la suerte de no tener que vivir con el babadook de una enfermedad mental, todos convivimos con nuestros propios monstruos imaginarios. O más bien, tratamos de vivir sin ellos, pretendiendo que no existen.
Tratamos de ver televisión y encajar, comportarnos como “los demás”. ¿Pero quién es más tonto, el tonto o el tonto que lo sigue? ¿Quién es realmente el loco, el que cree que hay un monstruo bajo su cama o el que pretende ser “normal”, cuando bien sabemos que tal cosa… no existe? ¿Cuál es más real, el cuento de hadas o el “mundo normal”? ¿Dónde está ese mundo? ¿No es acaso una utopía hacia la que conducimos entre semáforo y semáforo todos los días, pero nunca llegamos a alcanzar? ¿Es más fácil encajar que volar? ¿Dónde está esta tierra prometida?
Búsquen a su babadook, no lo exilien al olvido de donde siempre podrá volver, que eso sólo lo hará más fuerte. Construyan artilugios para combatirlo, estén preparados y nunca los agarrará por la espalda pero sobre todo, sigan haciendo trucos de magia para nunca caer ante el delirio de lo normal.
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