Una noche, un hombre sumido en un profundo toska,
quizás movido por un torschlusspanik y varios infructuosos iktsuarpoks,
salió a buscar consuelo para su alma en el duende que solo la música puede producir.
Dio un toque, un prozvonit, a la persona
con la que había compartido algunos hyggeligs
y de quien incluso había escuchado ya’aburnees.
Al llegar a su destino, encontró viejos amigos
junto con desconocidos, quienes evitaron posibles tartles
y solo saludaron con rapidez.
La música exótica que sonaba
aunada a los extranjeros, que eran cada vez más a su alrededor,
hacía que sintiera un dépaysement,
que perduraría por el resto de la noche
si no hubiera sido por la divina ticoscopía que pronto presenciaría.
Era aquella alma dichosa a la que el hombre alguna vez,
en medio de cafunés y mamihlapinatapeis,
un trozo de su propia alma había cedido.
Pero como un tingo, trozos prestados de su alma
a alguien con l’appel du vide
jamás retornarían.
Y como una kyoikumama
el destino empujaba el alma del hombre
hacia el borde del precipicio
una y otra vez.
Y allí en el borde,
el destino con su extraño humor,
como es,
introdujo al hombre en un cruel jayus.
No fue nada importante
como suelen ser los jayus
ni gracioso para nadie
si tan solo para el karma
y su retorcido schadenfreude.
La inesperada anagnórisis
produjo un litost en el hombre
que sacudió su alma.
Y al retirarse de su vista el destino,
ahora inmerso en saudade
por el alma perdida
el hombre, tras ilunga reflexión,
volvía, aunque lentamente,
a su diario wabi-sabi.
***
Inspirado por este artículo sobre palabras intraducibles.
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