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Feliz día del niño y de la niña

Feo título verdad? Y además largo. Preferirían "Feliz día a tod@s l@s niñ@s"?

Primero voy a transcribir un artículo que toca este tema y al final voy a decir mis comentarios al respecto.

Título: Género y lenguaje jurídico
Autores: Guibourg, Ricardo A.

Publicado en: LA LEY 16/03/2009, 1


Los funcionarios y las funcionarias. Las empleadas y los empleados. Los jueces y las juezas. Los alumnos y las alumnas. Los jóvenes y las jóvenes. Desde la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires hasta la nueva constitución de Ecuador (cuyo preámbulo empieza con "Nosotras y nosotros"), se va extendiendo en el lenguaje jurídico un afán justiciero que parece castigar las culpas del idioma con algo parecido al linchamiento.

No es que el idioma sea inocente, claro que no. El idioma es machista. Una mujer pública no es exactamente la versión femenina de un hombre público. Un solo elemento masculino en una enumeración extiende su género sobre el sustantivo, el artículo, el adjetivo o el pronombre que hayan de aplicarse al conjunto.

El idioma también es antisemita. Hacer a alguien "una judiada" no es precisamente instruirlo en la sabiduría del Talmud. Y cuando alguien es amable y servicial se dice que es gentil, vocablo que sirve para designar a quien no es judío.

El idioma es antimusulmán: la palabra "morisma" es una denominación colectiva y fuertemente despectiva, mientras el vocablo "cruzada" evoca alguna clase de lucha meritoria, algo tan alejado del contenido que la palabra equivalente adquiere entre los árabes. "Moreno" y "morocho" provienen de "moro", de modo que cuando un patovica impide el paso a un joven tildándolo de "morochito" está implícitamente menospreciando a los herederos de Avicena y Averroes.

El idioma, en suma, es el compendio de muchos siglos de prejuicios, mezquindades, discriminaciones y odios. Es, a la vez, el instrumento de comunicación forjado largamente por las generaciones que abrigaron esos sentimientos, entre tantos otros acaso menos criticables.

El lenguaje es el producto de la cultura, con todos los defectos de esa cultura, y no es función de los gobiernos reglamentarlo, cosa que sin embargo han hecho a menudo para defender precisamente la identidad cultural.

Sea como fuere, la sociedad civil (que es como llaman los intelectuales a quienes sienten como ellos) decidió reaccionar contra los logocrímenes de género. En inglés tuvieron una excelente idea, la de introducir el tratamiento "Ms" para quitar relevancia al estado civil de la mujer. Y otra mala, pero relativamente barata para los hablantes de ese idioma: la de usar "he or she", "his or her" en un idioma que no conoce el género de los adjetivos ni de los artículos. Importada al castellano, donde el género rige artículos, pronombres, sustantivos y adjetivos, el resultado se convierte en un galimatías: "los funcionarios y las funcionarias que hayan sido encargadas o encargados por la jueza o el juez respectivo o respectiva de cumplir alguna diligencia en relación con un litigante o una litigante, estarán obligadas u obligados a tratarlo o tratarla con el respeto debido a una conciudadana o a un conciudadano", podría imaginarse una norma procesal futura. Y, cuando haya pasado un tiempo, habrá tal vez que atender al fenómeno inverso para preservar el principio de igualdad trabajosamente establecido: hablaremos así de las dentistas y los dentistos, los rentistos y las rentistas, las personas y los personos comprendidos o comprendidas en una norma legal, que acaso pueda convertirse en normo de acuerdo con su contenido o contenida.

La intención es buena, desde luego; pero el método es pésimo. ¿Hay otro?

Con un poco de creatividad, es posible imaginarlo. Por ejemplo, para contrarrestar tantos siglos de injustificado machismo, podríamos derechamente acordar un milenio de feminismo: hablar así del origen de la mujer (de cualquier sexo), y elogiar a las actrices Ulises Dumont, China Zorrilla y Héctor Alterio. La compensación sería equitativa, sin duda, y no plantearía problema alguno en la construcción de las oraciones.

Un poco más complejo, pero sin generar tampoco incomodidades en la comunicación, sería acordar una forma neutra para los casos de género mixto o indiferente. Les abogades y les médiques serían profesionales especializades; les jueces comprenderían juezas y juezos y todes les humanes del mundo seríamos iguales frente al idioma de género, aunque, entre elles, algunos fueran igualos y otras fueran igualas, sin que nadie (que incluye implícitamente a nadia y nadio) se sintiera excluide. El nuevo idioma sonaría un poco como el catalán, pero —con un poco de práctica— salvaría nuestras buenas conciencias de las complejidades de un lenguaje ripioso.

Pido disculpas por tomar con algún sentido del humor lo que muchos (muches) consideran un avance vital del derecho a la igualdad; pero estoy convencido de que, como dice la sabiduría popular, la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer. Las desigualdades idiomáticas se nutren de los sentimientos discriminatorios que subyacen en buena parte de nuestra sociedad, y tales sentimientos no dejarán de existir como consecuencia de una iniciativa lingüística tan desventurada como bien intencionada. Si queremos terminar con la discriminación será preciso operar sobre los hechos antes que sobre su manifestación simbólica, mediante políticas activas de promoción de los diversos grupos discriminados, entre los que el de las mujeres es muy grande, pero el de los pobres – de ambos géneros – es aún mayor. Y, como acompañamiento necesario, mediante una educación realmente igualitaria e intercomunicada, que no aliente el anidamiento de los prejuicios en los recovecos de los grupos cerrados.

Hoy la sociedad camina hacia la fragmentación. Ya no se trata solo de hombres o mujeres, de arios o judíos, de judíos o goyim, de santiagueños o tucumanos, santafesinos o rosarinos, River o Boca, gitanos o gaché. Ahora los jóvenes se dividen por barrios, por preferencias y hasta por modas: hay punks atacados por cabezas rapadas, floggers que menosprecian a los emos y una miríada de divisiones reales o potenciales, más fundadas en azarosos sentimientos de contención que en verdaderos conflictos de intereses, que son otras tantas fuentes de prejuicios, discriminaciones y hasta dialectos o jergas grupales y encarcelan la cultura de los individuos a cambio de una módica pertenencia. Son los frutos de la exclusión, tanto vertical como horizontal, que supimos conseguir; frutos de un árbol muy antiguo que sucesivas generaciones han seguido regando con su indiferencia. Sin sentimientos de exclusión, sin políticas excluyentes, sin círculos exclusivos, la discriminación desaparecería pronto y el idioma acompañaría dócilmente esa evolución, acaso mediante la simple devaluación de su condición conflictiva.

El machismo del castellano, condenable por cierto, es – en comparación – apenas una ramita de aquel frondoso árbol. Encontremos el modo de desatar de ella al chancho del refrán, pero al hacerlo no debilitemos el tronco que sustenta nuestra comunicación. Las leyes deben ser claras, sencillas y fáciles de leer y de comprender. No hagamos más complicado su lenguaje, del que tanto dependemos para la convivencia que – a ratos – tratamos de concertar.

(1) Con diversa justificación y con distinto grado de éxito, pueden contarse como ejemplos la adopción (previa reelaboración) del hebreo como idioma de Israel, la ley francesa 94-665 del 4/8/94, de defensa del idioma francés, y la prohibición del lunfardo en los tangos, dispuesta por un gobierno de facto en 1943.


(2) Muchos hablantes del inglés han adoptado ya una solución semejante: usan directamente "she" o "her" cuando el género de la persona es desconocido o irrelevante.


Hay que tomar dos hechos en cuenta que no se pueden negar:

1) El español es machista y está lleno de prejuicios.
2) El español está en constante cambio. Siempre lo ha estado y siempre continuará cambiando.

Complicar el lenguaje no es la solución. Y dudo que el lenguaje cambie a un rumbo que no le favorece, si esto sucediera, la vida del español estaría en riesgo.

Algo más sensato, como se mencionó en el anterior artículo, es, como en inglés, balancear siglos de machismo con un poco de feminismo en el idioma. Como hacemos muchos autores en inglés, cuando definitivamente no se puede hacer una oración neutral para el género, se prefiere "she/her" antes que "he/his".

De igual manera, en español (y la clave es: cuando definitivamente haga falta y sea el último recurso) preferir "ella" a "él" y los sufijos femeninos a los masculinos. Frases como la del título de esta entrada se pueden resolver con "Feliz día de la niñez" pero si se necesitara, "Feliz día a todas las niñas".

Va a sonar raro al principio pero finalmente nos podemos acostumbrar al cambio.

Insertar un género neutro, sería demasiado drástico para el lenguaje y en mi opinión costaría mucho más una adaptación a ese cambio, al menos por ahora.

En conclusión, el lenguaje no tiene la culpa. Si la cultura cambia, el lenguaje inexorablemente cambiará con ella. El lenguaje seguirá siendo machista y racista en cuanto vivamos en una cultura llena de prejuicios. El idioma solo refleja la cultura y existe para poder expresar la realidad. Si nos avergonzamos de nuestra lengua es porque no nos gusta ese reflejo de la realidad. Si una cambia, la otra lo hará, tarde o temprano.

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